Las personas no sólo comemos para obtener nutrientes y energía de los alimentos, en la comida se ponen en juego sensaciones, emociones y recuerdos.
¿A qué llamamos la comida de confort? A los alimentos reconfortantes que nos provocan bienestar al consumirlos. Su efecto está vinculado a factores culturales, generacionales, pero también familiares. En realidad, lo que estamos buscando es confort emocional inmediato para disminuir emociones que nos molestan como puede ser la ansiedad o el estrés.
Los sentimientos negativos, como el estrés, la ansiedad, la depresión o el aburrimiento, son algunos de los principales activadores del comer emocional. La gran mayoría de las veces, los alimentos que buscamos cuando queremos “tapar” emociones o sentirnos mejor, tienen algo en común: son ricos en carbohidratos y grasas.
Ahora, ¿qué explicación tiene la ciencia para esto? Hace millones de años la comida y, sobre todo, este tipo de comida, era escasa. Por eso, la evolución nos diseñó de manera que encontremos una especie de motivación para buscarla todo el tiempo. Por otro lado, nuestro cerebro, cuando comemos, libera sustancias químicas que nos dan este tipo de sensaciones positivas, de bienestar.
Entonces, se ponen en juego mecanismos que asocian esos alimentos con sensaciones placenteras. Estamos buscando el placer. Entonces, al comerlos, somos capaces de activar esas asociaciones que aportan esa ráfaga de sentimientos positivos y una sensación de aceptación, de bienestar absoluto.
Ahora, puede que no nos demos cuenta porque estas conexiones suelen ser inconscientes. Cuando guardamos un recuerdo en la mente como, por ejemplo, el tuco espectacular que hacía la abuela, también almacenamos todo lo que sucedía alrededor mientras comíamos. ¿Qué pasaba alrededor? ¿Cuáles eran emociones que vivimos? Nos sentimos mimados, amados y cuidados.
Estas sensaciones son tan fuertes que nuestro cerebro las va a utilizar para hacernos sentir mejor. Entonces, cuando comemos esos alimentos, cuando los elegimos, las activamos y volvemos a sentirlas. Estamos en una especie de aceptación, bienestar y seguridad mientras las disfrutamos.
A todos nos ha pasado alguna vez: nos terminamos una bolsa entera de papas fritas solo por aburrimiento o nos devoramos una galleta tras otra mientras nos preparábamos para un examen. Pero cuando se hace habitualmente -sobre todo sin ser consciente de ello- comer emocionalmente puede afectar al peso, la salud y el bienestar general.
El problema con este comportamiento ocurre cuando lo tomamos como un patrón para evitar o “tapar” emociones incómodas, que no nos gustan, en forma recurrente. Y que desarrollemos así una conducta alimentaria poco saludable.
Una cosa es elegir alimentos ricos y disfrutarlos sin culpa, tenemos derecho a hacerlo, y otra muy distinta es utilizarlos para que nos hagan sentir mejor, para tapar emociones.
Por eso, disfrutar de los platos que nos gustan, en la porción justa, sin culpa y planificando aquello que queremos comer, es muy diferente a elegir comidas altas en grasa, azúcar y sodio, u otros nutrientes críticos, justamente para olvidarnos de las emociones del momento presente.
Una de las medidas más efectivas para poder contrarrestar el “comer emocional” es reflexionar y ser conscientes de las emociones que se están experimentando en un momento determinado, para poder actuar en consecuencia. En ese caso, es muy necesario empezar a trabajar la conducta y buscar otras alternativas para alcanzar el bienestar.
Romina Pereiro es licenciada en nutrición MN 7722
Edición: Rocío Klipphan/ Producción: Dolores Ferrer Novotny/ Realización: Gastón Taylor
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Fuente: www.trabajadoresdelaluz.com