Allan Kardec - Pa parábola de la semilla.

- Parábola de la semilla

En aquel día saliendo Jesús de la casa, se sentó a la orilla del mar. - Y se llegaron a El muchas gentes por manera que entrando en un barco se sentó, y toda ella estaba de pie en la ribera. 

Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He aquí que salió un sembrador a sembrar. - Y cuando sembraba, algunas semillas cayeron junto al camino, y vinieron las aves del cielo y las comieron.
Otras cayeron en lugares pedregosos, en donde no tenían mucha tierra; y nacieron luego porque no tenían tierra profunda. - Mas en saliendo el sol, se quemaron y se secaron, porque no tenían raíz.

Y otras cayeron sobre las espinas; y crecieron las espinas y las ahogaron. –Y otras cayeron en tierra buena; y rendían fruto, una a ciento, otra a sesenta, y otra a treinta.

El que tenga orejas para oir, oiga. (San Mateo. cap. XIII, v. de 1 a 9).

Vosotros, pues, oíd la parábola del que siembra.

Cualquiera que oye la palabra del reino, y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que se sembró en su corazón: éste es el que fue sembrado junto al camino.

Mas el que fue sembrado sobre las piedras, éste es el que oye la palabra, y por el pronto la recibe con gozo. - Pero no tiene en sí raíz, antes es de poca duración. Y cuando le sobreviene tribulación y persecución por la palabra, luego se escandaliza.

Y el que fue sembrado entre las espinas, éste es el que oye la palabra, pero los cuidados de este siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra, y queda infructuosa.

Y el que fue sembrando en tierra buena, éste es el que oye la palabra, y la entiende y lleva fruto; y una lleva a ciento y otra a sesenta y otra a treinta. (San Mateo, cap. XIII, v. de 18 a 23).


La parábola de la semilla representa perfectamente los cambios que existen en la manera de aprovecharse de las enseñanzas del Evangelio. ¡Cuántas personas hay, en efecto, para las cuales es sólo una letra muerta, que, semejante a la semilla que cavó en las piedras, no produce ningún fruto!

Encuentra una aplicación no menos justa en las diferentes categorías de los espiritistas. ¿Acaso no es este el emblema de aquellos que sólo se concretan a fenómenos materiales, y no sacan de ellos ninguna consecuencia porque sólo ven un objeto de curiosidad? ¿De aquellos que sólo buscan la brillantez en las comunicaciones de los espíritus y no las toman con interés sino cuando satisfacen su imaginación, pero que después de haberlas oído están tan fríos e indiferentes como antes? ¿Que encuentran los consejos muy buenos y los admiran, pero los aplican a los demás y no a ellos mismos? ¿De aquellos, en fin, para quienes estas instrucciones son como la semilla que cayó en tierra buena y produce frutos?



El hombre de bien

El verdadero hombre de bien es el que practica la ley de justicia, de amor y de caridad en su más grande pureza. Si pregunta a su conciencia sobre sus propios actos, mira si ha violado esta ley; si no ha hecho daño, si ha hecho todo el bien "que ha podido", si ha despreciado voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si alguien tiene quejas contra él; en fin, si ha hecho a otro lo que hubiera querido que hicieran por él. 

Tiene fe en Dios, en su voluntad, en su justicia y en su sabiduría; sabe que nada sucede sin su permiso, y se somete en todas las cosas a su voluntad.

Tiene fe en el porvenir; por esto coloca los bienes espirituales sobre los temporales.

Sabe que todas las vicisitudes de la vida, todos los dolores, todos los desengaños, son pruebas o expiaciones y las acepta sin murmurar. 

El hombre penetrado del sentimiento de caridad y de amor al prójimo hace bien por hacer bien, sin esperanza de recompensa; devuelve bien por mal, toma la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre su interés a la justicia. 

Encuentra su satisfacción en los beneficios que hace, en los servicios que presta, en las felicidades que reparte, en las lágrimas que enjuga y en los consuelos que da a los afligidos. Su primer impulso es pensar en los otros antes que pensar en sí, buscar el interés de los otros antes que el suyo propio. El egoísta, al contrario, calcula los provechos y las pérdidas de toda acción generosa.

Es bueno, humano y benévolo para con todo el mundo, sin excepción "de razas ni de creencias", porque mira a todos los hombres como hermanos. 

Respeta en los demás todas las convicciones sinceras, y no anatematiza a los que no piensan como él.

En todas las circunstancias la caridad es su guía; dice que el que causa perjuicio a otro con palabras malévolas, que hiere la susceptibilidad de otro por su orgullo y desdén, que no retrocede ante la idea de causar una pena, una contrariedad, aun cuando sea ligera, pudiendo evitarlo, falta al deber de amor al prójimo y no merece la clemencia del Señor.

No tiene odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo se acuerda de los beneficios; porque sabe que él será perdonado, así como él mismo habrá perdonado.

Es indulgente para con las debilidades de otro; porque sabe que él mismo necesita de indulgencia y se acuerda de aquellas palabras de Cristo: "Que el que esté sin pecado arroje la primera piedra".

No se complace en buscar los defectos de otro ni en ponerlos en evidencia. Si la necesidad le obliga, busca siempre el bien que puede atenuar el mal. 

Estudia sus propias imperfecciones y trabaja sin cesar para combatirlas. Todos sus esfuerzos consisten en poder decir al día siguiente, que hay en él alguna cosa mejor que en la víspera.

Nunca procura hacer valer su imaginación ni su talento a expensas de otro; por el contrario, busca todas las ocasiones de hacer resaltar lo que es ventajoso para los demás.

No está envanecido por su fortuna, ni por sus ventajas personales, porque sabe que todo lo que se le ha dado, puede perderlo. 

Usa, pero no abusa de los bienes concedidos, porque sabe que es un depósito del cual deberá dar cuenta y que el empleo más perjudicial que pudiese hacer de ellos para sí mismo, es hacerlos servir para satisfacción de sus pasiones. 

Si el orden social ha colocado a los hombres bajo su dependencia, les trata con bondad y benevolencia, porque son sus iguales delante de Dios; usa de su autoridad para moralizarles y no para abrumarles por su orgullo, evitando lo que puede hacer más penosa su posición subalterna.

El subordinado, por su parte, comprende los deberes de su posición y procura cumplirlos religiosamente. (Cap. XVII, nº 9).

El hombre de bien, en fin, respeta en su semejante todos los derechos que dan las leyes de la naturaleza como quisiera que se respetaran en él. 

Esta no es la relación de todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero cualquiera que se esfuerce en poseerlas, está en camino de poseer las demás. 


- Los buenos espiritistas

El Espiritismo bien comprendido, pero, sobre todo, bien sentido, conduce forzosamente a los resultados expresados más arriba, que caracterizan al verdadero espiritista como al verdadero cristiano, siendo los dos una misma cosa. El espiritismo no viene a crear una moral nueva; facilita a los hombres la inteligencia y la práctica de la de Cristo, dando una fe sólida e ilustrada a los que dudan o vacilan.

Pero muchos de los que creen en las manifestaciones no comprenden ni sus consecuencias, ni su objeto moral; o, si los comprenden, no se las aplican a sí mismos. 

¿En qué consiste esto? ¿es un defecto de precisión de la doctrina? No, porque no contiene ni alegorías ni figuras que puedan dar lugar a falsas interpretaciones; su esencia es la misma caridad, y esto es lo que constituye su fuerza, porque se dirige a la inteligencia. Nada tiene de misterioso, y sus iniciados no están en posesión de ningún secreto oculto para el vulgo.

Para comprenderla, ¿es preciso una inteligencia privilegiada? No, porque se ven hombres de una capacidad notoria que no la comprenden, mientras que las inteligencias vulgares, y aun de jóvenes apenas salidos de la adolescencia, comprenden sus matices más delicados con admirable precisión. Esto depende de que la parte de algún modo "material" de la ciencia, sólo requiere vista para observar, mientras que la parte "esencial" requiere cierto grado de sensibilidad que se puede llamar la "madurez del sentido moral", madurez independiente de la edad y del grado de instrucción, porque es inherente al desarrollo, en un sentido especial, del espíritu encarnado. 

En los unos, los lazos de la materia son aún muy tenaces para permitir al espíritu desprenderse de las cosas de la tierra; la niebla que los rodea les quita la vista del infinito; por esto no dejan fácilmente ni sus gustos, ni sus costumbres, ni comprenden nada mejor de lo que ellos poseen; la creencia en los espíritus es para ellos un simple hecho, pero modifica muy poco o nada sus tendencias instintivas; en una palabra, sólo ven un rayo de luz insuficiente para conducirles y darles una aspiración poderosa y capaz de vencer sus inclinaciones. Se fijan en los fenómenos más que en la moral, que les parece venal y monótona; piden sin cesar a los espíritus que les inicien en nuevos misterios, sin preguntar si se han hecho dignos de entrar en los secretos del Criador. 

Estos son los espiritistas imperfectos, de los cuales algunos se quedan en el camino o se alejan de sus hermanos en creencias, porque retroceden ante la obligación de reformarse, o reservan sus simpatías para los que participan de sus debilidades o de sus prevenciones. Sin embargo, la acepción del principio de la doctrina es el primer paso que les hará el segundo más fácil en otra existencia.

El que puede con razón calificarse de verdadero y sincero espiritista está en un grado superior de adelantamiento moral; el espíritu, que domina más completamente la materia, le da una percepción más clara del porvenir; los principios de la doctrina hacen vibrar en él las fibras que permanecen mudas en los primeros; en una palabra, "tienen el corazón enternecido"; su fe es también a toda prueba. El primero es como el músico que se conmueve por ciertos acordes, mientras el otro sólo comprende los sonidos. "Se reconoce el verdadero espiritista por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones", mientras el uno se complace en un horizonte limitado, el otro, que comprende alguna cosa mejor, se esfuerza en ir más allá y lo consigue siempre cuando para ello tiene una firme voluntad.



Extracto de: ALLAN KARDEC
El Evangelio Segun El Espiritismo.




Fuente:
www.trabajadoresdelaluz.com
27 de Diciembre 2018