Un camino de muchos senderos. III

Tercer capítulo

Ken

Aquel invierno en Corea del Norte fue duro. Casi habíamos alcanzado el río Yalu y no se podía avanzar más. Allí nos detuvimos y nos sentamos a observar Manchuria a lo lejos. La guerra parecía que terminaría antes de Navidad. O eso decían todos.

Y entonces el ejército chino atacó.
Nos replegamos un poco al embalse de Chosin pero el ejército enemigo siguió avanzando sobre nosotros. Eran hordas enteras, miles y miles de hombres.

Sabíamos lo que nos esperaba. Sabíamos que no saldríamos vivos de allí. Y si lo hacíamos, nos llevarían al norte como prisioneros de guerra. Claro que tendrían que atraparnos vivos primero. Creo que eso es lo que pensaba la mayoría. Hicimos lo posible por cobrarles caro por cada metro ganado y nos fuimos replegando lentamente hacia la costa. El único lugar seguro.

Para ese momento ya quedábamos unos pocos. Recuerdo ese día muy bien. Fue cuando lanzaron su último ataque. El ejército chino, con algunos soldados de Corea del Norte, avanzó en una oleada tras oleada de hombres. El último avance quebró nuestras filas y tuvimos que hacerles frente con las bayonetas. De repente, justo frente a mí, estaba este hombrecito oriental con un arma. Lo atravesé con mi bayoneta justo en el estómago. Me disparó pero yo me lo saqué de encima y seguí con el siguiente. No podía entender cómo diablos había errado el tiro, tan cerca que estaba de mí.

Un poco más tarde todo estaba en silencio de nuevo. Llamé a gritos a los hombres en mi escuadrón y algunos pocos aparecieron. A gatas nos arrastramos hasta nuestras trincheras y esperamos. Todavía no lo sabíamos pero los que habían contestado no habían sobrevivido. Y los que no, todavía estaban vivos. Aunque no por mucho. Ese había sido el fin de nuestro escuadrón. 

De todas maneras, allí nos quedamos, agazapados en aquella fría y nevada colina en Corea. Allí mantuvimos la vigilia. Por más extraño que fuera, los ataques que estábamos esperando no se concretaron. Y, aun así, nos quedamos. Podíamos oír algunos movimientos, podíamos hasta verlos. 

Pero nadie nos atacó.

Cayó la noche. No nos quedaban municiones y me acerqué a los muchachos para ver cuánto les quedaba exactamente. Todas las cajas estaban vacías. Finalmente, luego de mucho buscar, encontré una caja completa y la dividimos entre todos. 

En eso estábamos cuando el bueno de Tom, Tom Arnold, dijo:

—Saben, ¿no sería fantástico que tuviéramos alguna otra cosa para masticar que no fueran estas raciones militares?

—¿Cómo qué?

—Como un buen pollo frito.

Todos los muchachos comenzaron a hablar de comida. Uno pensó en comer un buen bife. Y seguimos charlando entre nosotros, en voz muy baja, hasta que yo dije:

—Bueno, Tom, ¿por qué no vas a fijarte en aquel pozo donde se guardan las armas si hay alguna caja con comida? Ábrela nomás y lo que sea que encuentres allí para comer tráelo. Y agradece si encuentras algo porque mañana a la mañana estos benditos chinos estarán subiendo la colina de nuevo y estoy seguro de que esa será la última comida que tendrás en tu vida.

Cuando Tom regresó me dijo:

—¿Sabes qué? Aquí hay algo raro. Encontré pollo frito en la caja. 

—No me digas… Muy buen chiste. Lástima que este no es el momento. Ahora pásame las raciones que encontraste.

—Ve a ver por ti mismo si no me crees —dijo. 

Y, tal y como había dicho: ¡en la caja había pollo frito! 

Uno de los muchachos se rio y agregó: 

—Bueno, si tenemos pollo frito, espero que se acuerden de traernos café. 

Nos pusimos a mirar qué había en la caja con las raciones. Y fue en ese momento en que nos dimos cuenta de que algo andaba mal. Pero no llegamos a comprenderlo realmente. No en ese momento. 

A la mañana siguiente no llegó ningún ataque. Tampoco ninguna orden por lo que decidimos mantener esa posición un poco más. 

Cerca del mediodía Tom fue a dar un vistazo. Volvió al rato y se veía muy preocupado. 

—No hay nadie a nuestra retaguardia —dijo. Estamos solos. No hay nadie a los flancos tampoco.

Decidimos avanzar un poco y lo hicimos lentamente pero decididos. Como lo haría cualquier miembro de la Marina.

Tal vez ya se nos habían adelantado y el enemigo nos rodeaba. Estábamos desconcertados. De todas maneras, no vimos a nadie. Las horas pasaban y ninguno parecía tener idea de qué día era o qué momento del día. Hacía frío y estaba húmedo, y nos rodeaba lo que parecía una densa neblina. Caminamos sin rumbo hasta que en un momento encontramos una buena posición de defensa cerca de una ladera. Había una pequeña cueva y nos turnamos para dormir y hacer guardia. 

Los muchachos tenían mucha hambre y empezaron a hablar de comida de nuevo. 

—Tom, siempre estuviste muy interesado en tu estómago. Tú encontraste las raciones. ¿Hay algo en esa mochila tuya que podamos comer?

Abrió su mochila y por más increíble que fuera, sí había. Tom se quedó sentado en silencio después de eso. Se quedó apartado del grupo; parecía estar perdido en sus pensamientos.

A la mañana siguiente, mientras marchábamos, Tom desapareció. Lo busqué por todos lados, volví sobre mis pasos pero no había señal de él.

Todo fue bastante confuso después de eso. Parecía que no podíamos salir de esa bendita niebla. Y cada momento que pasaba me enojaba más y más con los benditos chinos que me habían metido en este embrollo. Mientras más me enojaba, más confundido me sentía. Los muchachos esperaban que yo hiciera el papel de líder, pero simplemente no podía. Uno a uno fueron desapareciendo. Con el tiempo, me encontré solo. No podía distinguir el norte del sur, el este del oeste. Así anduve un tiempo hasta que encontré dónde descansar y dormir. Eran un lugar en ruinas, una edificación de lo que había sido una granja coreana, pensé. Todo estaba en silencio. Era extraño.

Antes de dormirme me puse a pensar en mi hermano Joe. También había estado en la Marina. Pero no sobrevivió a la batalla de Okinawa. Allí murió y yo quise seguirlo y unirme a la Marina también. Creo que siempre lo quise mucho. Él se había encargado de mí cuando yo era pequeño. De mí y de todos nosotros. Sé que desde ese momento me sentí más acompañado, casi como si Joe estuviera allí. Y me quedé dormido. Solía pensar en Joe después de eso. Sabía que algo andaba mal y que estaba perdido; realmente perdido.

Un día dije en voz alta:

—Joe, ¿qué harías si estuvieras en mi lugar ahora?

Escuché su voz claramente cuando respondió:

—Hermano, si yo estuviera en tu lugar, me pondría a rezar. Rezaría con todas mis fuerzas.

Lo intenté. Y recé.

Y de repente lo vi. Estaba seguro de que era él. Estaba justo frente a mí y sonreía. Intentó acercarse y yo intenté hacer lo mismo. Pero no. Joe estaba muerto. No podía ser él. En ese momento la figura de Joe comenzó a perder nitidez y desapareció. Eso sucedió varias veces, no sé muy bien cuántas.

Luego, una noche, sé que era de noche, me encontré participando de un evento muy extraño. Estaba en una habitación y había un grupo de gente sentada. Podía verlos claramente. No eran coreanos. Tampoco eran estadounidenses. Había hombres y mujeres y ahí estaba yo. Estaba sentado y me sentía como atado a la silla.

“¿Cómo había llegado allí? ¿Qué hacía en esa habitación? ¿Acaso había enloquecido? ¿Estaba imaginando todo? ¿Esta gente era real? ¿O estaba soñando? ¿Estaría en el hospital? ¡¿Qué estaba pasando?!”

Una de esas personas me habló:

—¿Cómo te llamas, amigo?

—Ken. Ken Davidson —contesté. 

—Bienvenido, Ken. Nosotros somos tus amigos. ¿Sabes dónde estás?

—No. ¿Dónde diablos estoy?

—Estás en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica —contestó.

—¿Ciudad del Cabo? ¿Sudáfrica? ¿Cómo llegué aquí?

—¿No sabes cómo?

Me sentía completamente confundido. El hombre siguió hablando y dijo con suavidad:

—Dime, ¿tienes algún pariente cercano o amigo, alguien a quien quieras mucho, que ya no viva en este plano? Alguien que… haya muerto.

—Claro. Mi hermano, Joe. 

—Bueno, Joe está aquí. Está aquí contigo.

No le creí.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué no miras a tu alrededor? —Insistió—. Y entonces verás a Joe.

Miré a mi alrededor, como él me había dicho. Y, sí, ahí estaba Joe.

Intentó acercarse como había hecho la vez anterior pero de nuevo parecía desaparecer y hacerse más nítido cada vez. 

Entonces este hombre que me hablaba me dijo: 

—Intenta acercarte a Joe. Intenta tocarlo.

Me quedé pensando un momento en esto.

—Espera un minuto. ¿Quieres decir que yo también estoy muerto?

—Claro. Eso es exactamente lo que quiero decir.

De repente Joe se volvió completamente nítido. Se acercó a mí y me dijo:

—Vamos, muchacho. Es la mañana de un nuevo día. La noche ya pasó. 

Me tomó del brazo y ya no me sentí atado a la silla. Miré hacia abajo y vi un cuerpo desplomado sobre una silla.

—Joe, ¿ese soy yo? —dije, inseguro. 

—No, no —dijo Joe—. Ese no eres tú. Ese es un hombre al que llamamos “Piel y Huesos”. Es un médium. Has estado usando su cuerpo para hablar con estas personas. 

Volví a mirar y aquel grupo de personas sonreía. Uno de ellos me dijo:

—Que Dios te bendiga, amigo.

Comenzaron a desaparecer. 

—Vamos, muchacho —dijo Joe—. Estabas demasiado compenetrado con tu tarea para darte cuenta de lo que había pasado. Demasiado lleno de odio, lleno de muchas cosas, cosas que no deberías haber sentido. Todo eso te mantuvo alejado de nosotros, lejos de tu hogar, por mucho tiempo. Ahora voy a llevarte a casa.

Me sentía tan bien con Joe allí. Él emanaba fuerza y se veía real. También yo me sentía así: fuerte y real. Estaba tan entusiasmado con todo y a la vez tan cansado. Estaba tenso y con una tristeza que no podía explicar. Volví a mirar pero no pude ver a ninguna de aquellas personas. Ya no estaban.

Joe y yo parecíamos avanzar sin movernos, si entiendes lo que digo. Yo me sentía cansado, muy cansado. Extremadamente cansado. 

—Está bien, muchacho —dijo Joe—, solo relájate. Todo va a estar bien.

Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y verme acostado en una cama. Había una chica bonita a mi lado, y Joe estaba ahí también. Parecía que ella era su amiga. Joe me dijo:

—¿Cómo te sientes ahora? Te hemos estado cuidando. ¿Te sientes lo suficientemente bien como para levantarte y caminar? Vamos a ver un poco de tu nuevo hogar.

—¿Este es mi hogar?

—No, este no es tu hogar. Pero yo voy a llevarte allí. Tendrás un lugarcito para ti solo. Te podrás quedar allí por un tiempo, si quieres, o venir conmigo. Tu hogar es lo que ves a tu alrededor. Mira hacia afuera.

Caminé hacia el lugar donde lo normal es que hubiera una ventana, solo que no lo había. Había una puerta abierta. Una puerta abierta que llevaba a una terraza, por decir algo. Y desde allí podía observar la vista más maravillosa que jamás hubiera imaginado.

—Ken —dijo Joe—. Este es nuestro hogar. Aquí es donde realmente te sentirás vivo. Te ha estado esperando todo este tiempo si tan solo te hubieras acercado a él. Mi muerte te lastimó mucho. Te volvió amargado y en vez de tomar esto con normalidad te sentiste dolido y enojado. Tal vez eso haya sido mi culpa porque siempre me hice cargo de ti cuando eras un niño. Es posible que esos sentimientos te hayan mantenido alejado de este lugar.

Lo miré y pregunté:

—Los demás compañeros… Tom Arnold y el resto… ¿Están aquí?

—Claro que sí. Todos te están esperando. Los verás pronto. Estuvieron muy preocupados por ti. Estuvieron trabajando con el grupo para ayudarte a ti y a otros que estaban en tu misma situación. ¿Recuerdas cuando caminabas en medio de la neblina? ¿Recuerdas que en ocasiones veías sombras y creías oír voces a lo lejos? 

—Sí. Lo recuerdo.

—Bueno, esas sombras eran otros como tú que estaban perdidos en la niebla. Estuviste deambulando perdido durante dos años.

—¡Dos años! —No podía creerlo.

—Sip. Esa guerra ya se terminó.

Lo miré atónito.

—¿Quién ganó? 

—¿Quién ganó? —dijo Joe—. ¿Quién gana en una guerra? Dime, Ken. ¿Quién gana? Hay paz y luego guerra. Y luego paz y guerra de nuevo. Y cuando hay paz pareciera que la guerra no hubiera existido. Es tan solo un recuerdo en la memoria. Quedan cicatrices en la tierra. Crece el pasto y los árboles cubren esas cicatrices. El hombre cubre los cráteres que dejan las bombas, siembra sobre ellos y obtiene una nueva cosecha. Y todo lo que sucedió sobre esos suelos, la sangre que se derramó sobre ellos, las vidas de aquellos que lucharon por la patria con toda su fuerza y todo su amor; todo eso queda en el olvido. Todo desaparece. Otros siguen adelante y retoman sus vidas. ¿Y qué ha pasado realmente? ¿Quién ha ganado la guerra? ¿Quién perdió? Es tan solo un conflicto en la vida del hombre, una fase, un abrir y cerrar de ojos. Si ya no puedes verlo es porque ahora ya no existe. Y si no existe ahora entonces nunca existió porque lo único que vale es el ahora. Así es que nadie gana y nadie pierde. Y si te interesa esto de 
ganar o perder entonces mira a tu alrededor y dime: ¿te consideras un ganador o un perdedor?

—Mira, Joe, no lo sé. No sé si soy un ganador o un perdedor. Todavía no vi todo lo que me espera. Hasta aquí es todo tan hermoso que no me siento para nada como un perdedor. Pero, ¿qué hay de aquel grupo de personas, esos que me llamaban su amigo y me dijeron “Qué Dios te bendiga”?

Me miró.

—¿Acaso lo dudas? ¿No te sientes bendecido por Dios? ¿No estás ahora acaso en Su reino? ¿No es eso una bendición? Ya no te encuentras caminando perdido en la niebla, ¿o sí?

—¿Esas eran personas de verdad?

—Eran de verdad.

—¿Puedo verlas de nuevo? ¿Y agradecerles?

—Claro que puedes. Puedes agradecerles. Hay miles de personas que vuelven de vez en cuando a agradecerles. Muchos de los que han pasado por eso vuelven y llegan a conocerlos; a trabajar con ellos.

—¿A trabajar con ellos?

—Así es. Alguien como tú, por ejemplo. Nosotros te llevamos con ellos. Cuando alguien se encuentra en la misma situación en la que estabas tú, todavía puede ver a las personas que viven en el plano de la Tierra. Las ve como sombras pero igual las ve. Nosotros podemos hacer que las vea con más claridad de lo que podemos hacer que vea a alguno de nosotros que estamos de este otro lado. ¿Recuerdas lo qué pasó cuando yo intentaba que me vieras? Primero me veías con nitidez y luego parecía desaparecer. Bueno, pues, eso no te pasó con ellos. Porque estabas en su misma frecuencia. Lo único que hicimos nosotros fue proyectarte dentro de un cuerpo viviente para que pudieras verlos con claridad y ellos se pudieran comunicar contigo. De esa manera, ellos pudieron decirte lo que te había pasado.

—Espera un momento, Joe. Hay algo que me gustaría saber.

—¿Qué cosa, Ken?

—¿Cuándo sucedió? Quiero decir, ¿en qué momento me morí?

—Bueno, ¿te acuerdas cuando estaban retrocediendo hacia la costa y fueron atacados cerca del embalse?

—Sí.

—En ese último avance en que el enemigo quebró sus filas tuvieron que hacerles frente solo con sus bayonetas, ¿recuerdas?

—Sí, me acuerdo de eso.

—Bueno, ese fue el momento. Atravesaste a un enemigo con tu bayoneta y él te disparó con su arma.

—Claro, lo recuerdo.

—Bueno, fue ahí. En ese momento. Él te mató.

Las piezas comenzaron a encajar. Podía recordar que eso sucedió justo cuando avanzaban sobre nosotros.

—¿Y qué pasó con el resto de mis compañeros? ¿También murieron ahí?

—Sí. Algunos primero y otros después. Todo el escuadrón. No quedó ni uno vivo. Todos están aquí. Uno a uno fueron llegando. Algunos vinieron directamente, otros tardaron un poco más. Una de las consecuencias de morir en batalla es que la persona no deja su cuerpo de inmediato y no se da cuenta de que se ha ido. No como sucede con alguien que muere luego de una enfermedad.

—¿Qué pasó con aquel soldado coreano y con los demás del ejército chino?

—Están aquí. O al menos la mayoría.

¬—¿Y el que yo maté?

—Está aquí. Y aunque parezca extraño, Ken, él ha estado ayudándote. 

—¿Cómo que ayudándome?

—Sí.

—Pero… ¿por qué?

—Bueno, en realidad, él está en deuda contigo. Su vida no fue un lecho de rosas. Si bien tuvo sus buenos momentos, ya había perdido toda esperanza. Cuando se dio cuenta de que estaba muerto pudo llegar a entender el porqué de muchas cosas. Y entendió que le habían hecho un favor. Nos preguntó si podía ayudar. Se llama Ho y me gustaría que lo conocieras.

—Sí. Me gustaría conocerlo, de verdad. 

—Bueno, él está aquí, esperando.

Joe gritó: 

—¡Ho! 

Un hombrecito muy extraño se presentó. Nos miramos el uno al otro. Debo confesar que no sabía qué pensar y me sentía bastante confundido. Entonces él sonrió e hizo una pequeña reverencia. Me encontré haciendo lo mismo, aunque estoy seguro de que mi reverencia fue bastante ridícula. Extendí la mano y él la tomó. No hablaba inglés pero de alguna manera sabía que eso no importaba. Parecía como si pudiéramos hablar con la mente y, en realidad, eso era exactamente lo que hacíamos. Para mí esto era todo nuevo. 

Joe se dio la vuelta y dijo:

—Vamos, ustedes dos. Vengan conmigo. Tengo algo que mostrarles.

Los tres echamos a andar juntos.

Más tarde, Joe me dijo:

—Ken, ¿sabes cuál fue el momento de la verdad para ti?

—¿Qué quieres decir, Joe?

—¿Cuál fue ese momento en que aceptaste que habías llegado a casa y te abriste a esa verdad?

—No. ¿Cuándo? 

—Fue cuando conociste a Ho en este plano y dejaste de verlo como un enemigo.

-.-.-.-.-

La guerra había terminado. Habían arado los campos y el arroz sería cosechado pronto. Se había terminado. 

—Dime, Ken, ¿quién ganó la guerra? —dijo Joe.

Me quedé mirándolo y le pregunté:

—¿Qué están haciendo allí abajo ahora? ¿Qué hacen en nuestro viejo mundo? 

—Bueno —contestó—, siguen gritándose. Siguen peleándose, siguen sin perdonarse. 

—Bueno, Joe, ¿quieres saber quién ganó la guerra? Fuimos nosotros.

—Bienvenido a casa. 


Siguiente capítulo: Lillian
Extracto del libro Road of Many Ways (Un camino de muchos senderos) por un médium sudafricano.
Traducción: Estefanía Fernández



Fuente:
www.trabajadoresdelaluz.com
18 de Enero 2019