EL testamento del gran antepasado.

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los ante pasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado.
Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. 

Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año.

Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad. Ella le dijo:

“Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”. Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme”. 

Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba:

“Ráma! ¡Rama!”.

Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — ¡A mí! — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat.

Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible.” Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. 

Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. (Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen). Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza!. Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. 

El primero se relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada. (He aquí cómo los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica 

1. El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. 

2. El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse. 

3. Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios. 

4. Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho. 

5. Leo, los combates contra sus enemigos. 

6. La Virgen alada, la victoria. 

7. Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos. 

8. Escorpio, la revolución y la traición. 

9. Sagitario, la venganza que emplea. 

10. Capricornio. 

11. Acuario. 

12. Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. 

Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas. — He dicho que estos signos leídos en el orden inverso marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diver sos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad).

Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa.

En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes psicopómpico de los Indos.


Edouard Schure
LOS GRANDES INICIADOS
Les Grands Initiés - 1889





Fuente:
http://www.trabajadoresdelaluz.com
09 de Marzo 2018