La polarización del «Bien» y del «Mal» como opuestos
condujo también a la contraposición, atípica en otras religiones, de Dios y el
diablo como representantes del Bien y del Mal. Al hacer al diablo adversario de
Dios, insensiblemente, se hizo entrar a Dios en la polaridad, con lo que Dios
pierde su fuerza salvadora. Dios es la Unidad que reúne en sí todas las
polaridades sin distinción —naturalmente, también el «Bien» y el «Mal»—
mientras que el diablo, por el contrario, es la polaridad, el señor de la
división o, como dice Jesús, «el. príncipe de este mundo». Por consiguiente,
siempre se ha representado al diablo, en su calidad de auténtico señor de la
polaridad, con símbolos de la división o de la dualidad: «cuernos, pezuñas,
tridentes, pentagramas (con dos puntas hacia arriba), etc.». Esta terminología
indica que el mundo polarizado es diabólico, o sea, pecador. No existe
posibilidad de cambiarlo. Por ello, todos los guías espirituales exhortan a
abandonar el mundo polar.
Aquí vemos la gran diferencia que existe entre
religión y labor social. La verdadera religión nunca ha emprendido la tentativa
de convertir este mundo en un paraíso, sino que enseña la forma de salir del
mundo para entrar en la unidad. La verdadera filosofía sabe que en un mundo de
polaridades no se puede asumir un único polo. En este mundo, hay que pagar cada
alegría con el sufrimiento. Por ejemplo, en este sentido, la ciencia es
«diabólica», ya que aboga por la expansión de la polaridad y alimenta la pluralidad.
Toda aplicación del potencial humano a un fin funcional tiene siempre algo de
diabólico, ya que conduce energía a la polaridad e impide la unidad. Éste es el
sentido de la tentación de Jesús en el desierto: porque, en realidad, el
demonio sólo insta a Jesús a aplicar sus posibilidades a la realización de unas
modificaciones inofensivas y hasta útiles.
Por supuesto, cuando nosotros calificamos algo de
«diabólico» no pretendemos condenarlo sino tratar de acostumbrar al lector a
asociar conceptos como pecado, culpa y diablo a la polaridad. Porque así puede
calificarse todo lo que a ellos se refiere. Haga lo que haga el ser humano,
fallará, es decir, pecará. Es importante que el ser humano aprenda a vivir con
su culpa, de lo contrario, se engaña a sí mismo. La redención de los pecados es
el anhelo de unidad, pero anhelar la unidad es imposible para el que reniega de
la mitad de la realidad. Esto es lo que hace tan difícil el camino de la
salvación: el tener que pasar por la culpa.
En los Evangelios se pone de relieve una y otra vez
este viejo error: los fariseos representan la opinión de la Iglesia de que el
ser humano puede salvar su alma observando los preceptos y evitando el mal.
Jesús los desmiente con las palabras: «El que de vosotros se halle limpio de
pecado que tire la primera piedra.» En el Sermón de la Montaña hace hincapié en
la ley mosaica, que había sido deformada por la transmisión oral, señalando que
el pensamiento tiene la misma importancia que el acto externo. No hay que
perder de vista que, con esta puntualización contenida en el Sermón de la
Montaña, los Mandamientos no se hicieron más severos sino que se disipó la
ilusión de que pudiera evitarse el pecado viviendo en la polaridad. Pero la
doctrina ya había resultado tan desagradable dos mil años antes que se trató de
hacer caso omiso de ella. La verdad es amarga, venga de donde venga. Destruye
todas las ilusiones con las que nuestro yo trata una y otra vez de salvarse.
La verdad es dura y cortante y se presta mal a los
ensueños sentimentales y al engaño moral de uno mismo.
En el Sandokai, uno de los textos básicos del Zen, se
lee:
Luz
y oscuridad
están frente a frente.
Pero la una depende de la otra
como el paso de la pierna izquierda
depende del paso de la derecha.
están frente a frente.
Pero la una depende de la otra
como el paso de la pierna izquierda
depende del paso de la derecha.
En el «Verdadero libro de las fuentes originales»
podemos leer la siguiente «Prevención contra las buenas obras». Yang Dshu dice:
«El que hace el bien no lo hace por la gloria, pero la gloria es su
consecuencia. La gloria no tiene nada que ver con la ganancia, pero reporta
ganancia. La ganancia no tiene nada que ver con la lucha, pero la lucha va con
ella. Por lo tanto, el justo se guarda de hacer el bien.»
Sabemos qué gran reto supone cuestionar el principio,
considerado ortodoxo, de hacer el bien y evitar el mal. También sabemos que
este tema forzosamente suscita temor, un temor que el individuo conjura
aferrándose convulsivamente a las normas que han regido hasta ahora. A pesar de
todo, hay que atreverse a detenerse en el tema y examinarlo desde todos los
ángulos.
No es nuestro propósito hacer derivar nuestras tesis
de tal o cual religión, pero la mala interpretación del pecado que hemos
expuesto más arriba ha determinado el arraigo en la cultura cristiana de una
escala de valores que nos condiciona más de lo que queremos reconocer. Otras
religiones no han tenido ni tienen forzosamente las mismas dificultades con
este problema. En la trilogía de las divinidades hindúes Brahma–Vishnú–Shiva,
corresponde a Shiva el papel de destructor, por lo que representa la fuerza
antagónica de Brahma, el constructor. Esta representación hace más difícil al
individuo el reconocimiento de la necesaria alternancia de las fuerzas. De Buda
se cuenta que cuando un joven acudió a él con la súplica de que lo aceptara
como discípulo, Buda le preguntó: «¿Has robado alguna vez?» El joven le
respondió: «Nunca.» Buda dijo entonces: «Pues ve a robar y cuando hayas
aprendido, vuelve.»
El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin
duda más importante texto del budismo Zen, dice así: «Si queda en nosotros la
más mínima idea de la verdad y el error, nuestro espíritu sucumbirá en la
confusión.» La duda que divide las polaridades en elementos opuestos es el mal,
pero es necesario pasar por ella para llegar a la convicción. Para ejercitar
nuestro discernimiento, necesitamos siempre dos polos pero no debemos quedarnos
atascados en su antagonismo, sino utilizar su tensión como impulso y energía en
nuestra búsqueda de la unidad. El ser humano es pecador, es culpable, pero
precisamente esta culpa lo distingue, ya que es prenda de su libertad.
Nos parece muy importante que el individuo aprenda a
aceptar su culpa sin dejarse abrumar por ella. La culpa del ser humano es de
índole metafísica y no se origina en sus actos: la necesidad de tener que
decidirse y actuar es la manifestación física de su culpa. La aceptación de la
culpa libera del temor a la culpabilidad. El miedo es encogimiento y represión,
actitud que impide la necesaria apertura y expansión. Se puede escapar del
pecado esforzándose por hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el
repudio del polo opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas
obras sólo conduce a la falta de sinceridad.
Para alcanzar la unidad hay que hacer algo más que
huir y cerrar los ojos. Este objetivo nos exige que, cada vez más
conscientemente, veamos la polaridad en todo, y sin miedo, que reconozcamos la
conflictividad del Ser, para poder unificar los opuestos que hay en nosotros.
No se nos manda evitar sino redimir asumiendo. Para ello es necesario
cuestionar una y otra vez la rigidez de nuestros sistemas de valoración,
reconociendo que, a fin de cuentas, el secreto del mal reside en que en
realidad no existe. Hemos dicho que, por encima de toda polaridad, está la
Unidad que llamamos «Dios» o «la luz».
En un principio la luz era la Unidad universal. Aparte
de la luz no había nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no
aparece sino con el paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el
de hacer reconocible la luz. Por consiguiente, las tinieblas son producto
artificial de la polaridad, para hacer visible la luz en el plano de la conciencia
polar. Es decir, la oscuridad sirve a la luz, es su soporte, es lo que lleva la
luz, y no otra cosa significa el nombre Lucifer. Si desaparece la polaridad,
desaparece también la oscuridad, ya que no posee existencia propia. La luz
existe; la oscuridad, no. Por consiguiente, las tantas veces citada lucha entre
las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas no es tal lucha, ya que el
resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad nada puede contra la luz.
La luz, por el contrario, inmediatamente convierte la oscuridad en luz— por lo
cual la oscuridad tiene que rehuir la luz para que no se descubra su
inexistencia.
Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo
físico porque «así abajo como arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación
llena de luz y que en el exterior de la habitación reina la oscuridad. Por más
que se abran puertas y ventanas para que entre la oscuridad, ésta no oscurecerá
la habitación sino que la luz de la habitación la convertirá en luz. Si abrimos
las puertas y ventanas, también esta vez la luz transmutará la oscuridad e
inundará la habitación.
El mal es un producto artificial de nuestra conciencia
polar, al igual que el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del
bien, es el seno materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el pecado, porque
el mundo de la dualidad no tiene finalidad y, por lo tanto, no posee existencia
propia. Nos lleva a la desesperación, la cual, a su vez, conduce al
arrepentimiento y a la conclusión de que el ser humano sólo puede hallar su
salvación en la unidad. La misma ley rige para nuestra conciencia. Llamamos
conciencia a todas las propiedades y facetas de los que de una persona tiene
conocimiento, es decir, que puede ver. La sombra es la zona que no está
iluminada por la luz del conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es
decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo parecen malos y
amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple contemplación del
contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y basta para darnos a conocer
lo desconocido.
La contemplación es la fórmula mágica para adquirir
conocimiento de uno mismo. La contemplación transforma la calidad de lo
contemplado, ya que hace la luz, es decir, conocimiento, en la oscuridad. Los
seres humanos siempre están deseando cambiar las cosas y, por ello, les resulta
difícil comprender que lo único que se pide al hombre es ejercitar la facultad
de contemplación. El supremo objetivo del ser humano —podemos llamarlo
sabiduría o iluminación— consiste en contemplarlo todo y reconocer que bien
está como está. Ello presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras
el individuo se sienta molesto por algo, mientras considere, que algo necesita
ser cambiado, no habrá alcanzado el conocimiento de sí mismo.
Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los
hechos de este mundo sin que nuestro ego nos sugiera de inmediato un
sentimiento de aprobación o repulsa, tenemos que aprender a contemplar, con el
espíritu sereno, los múltiples juegos de Maya. Por ello, en el texto Zen que
hemos citado se dice que toda noción acerca del bien y el mal puede traer la
confusión a nuestro espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y
preferencias. Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor
y seguiremos siendo pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también
nuestro deseo de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano
sigue, pues, engañado por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no
se da cuenta de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.
Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a
nosotros mismos en todo y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto
intermedio entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la
única actitud que permite contemplar los fenómenos sin valorarlos, sin un Sí o
un No apasionados, sin identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con
la actitud que comúnmente se llama indiferencia, que es una mezcla de
inhibición y desinterés. A ella se refiere Jesús al hablar de los «tibios».
Ellos nunca entran en el conflicto y creen que con la inhibición y la huida se
puede llegar a ese mundo total que quien lo busca realmente no alcanza sino a
costa de penalidades, puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia,
recorriendo sin temor conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad,
a fin de dominarla. Porque sabe que, más tarde o más temprano, tendrá que aunar
los opuestos que su yo ha creado.
No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar
de que sabe que siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse
inmovilizado en ellas.
Los opuestos no se unifican por sí solos; para poder
dominarlos, tenemos que asumirlos activamente. Una vez nos hayamos impuesto de
ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí empezar la
labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento al mundo y el ascetismo
son las reacciones menos adecuadas para alcanzar este objetivo. Al contrario,
se necesita valor para afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de
la vida. En esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente», porque sólo
la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en todos nuestros
actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa menos qué hace la
persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo» contempla siempre qué
hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación por la pregunta de
«cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente? ¿Está involucrado su ego?
¿Lo hace sin la implicación de su yo?
Las respuestas a estas preguntas indican si una
persona se ata o se libera con sus actos.
Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al
ser humano al objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta,
porque «también el diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones externos
están justificados hasta que el ser humano despierta al conocimiento y puede
asumir su responsabilidad. La prohibición de jugar con cerillas está
justificada respecto a los niños y resulta superflua cuando los niños crecen.
Cuando el ser humano encuentra su propia ley en sí mismo ésta lo desvincula de
todas las demás. La ley más íntima de cada individuo es la obligación de
encontrar y realizar su verdadero centro, es decir, unificarse con todo lo que
es.
El instrumento de unificación de opuestos se llama
amor. El principio del amor es abrirse y recibir algo que hasta entonces estaba
fuera. El amor busca la unidad: el amor quiere unir, no separar. El amor es la
clave de la unificación de los opuestos, porque el amor convierte el Tú y el Yo
en Tú. El amor es una afirmación sin limitaciones ni condiciones. El amor
quiere ser uno con todo el universo: mientras no hayamos conseguido esto, no
habremos realizado el amor. Si el amor selecciona no es verdadero amor, porque
el amor no separa y la selección separa. El amor no conoce los celos, porque el
amor no quiere poseer sino inundar.
El símbolo de este amor que todo lo abarca es el amor
con el que Dios ama a los hombres. Aquí no encaja la idea de que Dios reparte
su amor proporcionalmente. Y, menos aún, los celos porque Dios quiera a otros.
Dios —la Unidad— no hace distinciones entre bueno y malo, y por eso es el amor.
El Sol envía su calor a todos los humanos y no reparte sus rayos según
merecimientos. Únicamente el ser humano se siente impulsado a lanzar piedras:
que no le sorprenda, por lo menos, que siempre se apedree a sí mismo. El amor
no tiene fronteras, el amor no conoce obstáculo, el amor transforma. Amad el
mal, y será redimido.
Extracto de LA ENFERMEDAD COMO CAMINO
THORWALD DETHLEFSEN y RUDIGER DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg
THORWALD DETHLEFSEN y RUDIGER DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg
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29 de Enero del 2017