“Cada maestrito con su
librito”, decía un antiguo profesor de quien escribe. Y en pocos ámbitos esto
se aplica más que en el de las disciplinas espirituales. O en la Ciencia
Espiritual, como prefiero llamarla. Algunos detractores ridiculizan el uso del
término “ciencia” en estos aspectos, quizás porque asocien ese término más a
aulas académicas y laboratorios, a diplomas universitarios y alambiques que al
terreno infuso de lo no físico. Como si la moderna física cuántica, por caso,
no rezumara más metafísica que la newtoniana. Porque, después de todo, esa es
la Metafísica, que en griego, “metatáfisiká” se traduce como “lo
que está más allá de la Física”.
Así que supongo que cada uno de
quienes husmean en ámbitos esotéricos tiene sus propios
criterios para identificar portales dimensionales. Pero, ¿qué es, después de
todo, un portal dimensional?. Quizás sea más sencillo aprender el concepto que
darse de narices con uno. Es un punto del continuo espacio temporal
donde el velo que separa niveles de diferente vibraciòn universal se desgarra.
Donde los vectores de este universo tridimensional -o, mejor deberíamos
habituarnos a decir, “tetradimensional” porque a las tres dimensiones clásicas
-largo, ancho, profundidad- se le suma una cuarta, el Tiempo- se interrelaciona
con “n” otras dimensiones de mayor sutileza, que están aquí y ahora. Como un
escheriano (1) rulo, como un Uroboros que se muerde la cola repitiendo los
ciclos del Ser a través del Pluriverso que es la suma de todos los Uni –
versos,el portal dimensional es afín a una supercuerda macrocósmica, a una
cinta de Moebius que conecta planos normalmente inconectables.
La cienciaficcionesca
literatura y cinematografía nos ha hecho suponer que tales portales residen en
algún extremo perdido de la Galaxia, o depende de condiciones casi imposibles
de tipo accidental. Pero como la parte del Todo repite el Todo, tales accesos
son cotidianos y son sólo nuestras anteojeras culturales y psicológicas las que
nos impiden verlos con la asiduidad con que se presentan. Y si de Ciencia
Espiritual hemos de hablar, debemos honrar el término: la verificabilidad, la
repetibilidad serán condiciones necesarias no sólo para acceder al grado de
tal, sino para avanzar en el conocimiento y el Conocimiento, que no son lo
mismo aunque lo parezca.
Llevo algunos años deambulando
por estos temas. De allí, he cosechado algunas respuestas y muchas otras
preguntas. Y en el campo que nos ocupa ahora, certezas no sólo intuitivas,
también experimentales, a las cuales invito a todo interesado, toda interesada,
buscar experimentar.
Básicamente, podemos señalar
dos categorías distintivas, que quizás, sólo quizás, se relacionen a su vez con
la naturaleza de esos planos interactuantes a los que nos asomamos por los
mismos. Uno de ellos está presente donde se agolpen en un período de tiempo
limitado -y siempre, obvio, en un espacio geográfico dado- fenómenos
paranormales de la más variopinta extracciòn, entendiéndose también como
“fenómenos paranormales” (por escapar a la “normalidad” de las ciencias tradicionales)
las repetidas apariciones de ovnis. Así, una zona también denominada como “de
ventana” será aquella donde a la “oleada” de manifestaciones sucesivas de
objetos voladores no identificados (cualesquiera sean los orígenes que optemos
por atribuírles) se suman fenómenos de tipo parapsicológico, antes o después,
vividos por los protagonistas. No hechos episódicos, aislados, sino
concatenados y recurrentes como múltiples sus protagonistas.
Pero hay un segundo tipo de
portal, persistente en el tiempo, asociado a las particularidades, quizás
energéticas, de un lugar específico. Lugares “mágicos” no sólo por los
sentimientos y sensaciones que provoquen, sino por lo que provocan en quienes
son sensibles al lugar. Estos lugares tienen una particularidad o, mejor debería
escribir, repercuten con una particularidad -o dos- en los humanos: se
manifiestan por “causalidades” repetitivas, y en uno o varios sentidos, la vida
de los humanos evoluciona, saltando cuánticamente, a partir de allí.
Como mis lectores saben, soy un
apasionado de Capilla del Monte, de su sagrado cerro Uritorco, en nuestra
argentina provincia de Córdoba. Voy con la frecuencia que mis actividades me lo
permitan y trato de “iniciar” en sus misterios a cuanta persona puedo. El
relato de algunas “causalidades” y las subsiguientes transformaciones pueden
servir, entonces, de claro ejemplo.
Un querido amigo mío define a
esta localidad como de “inteligente”, pues, según sus palabras, “te acoge
cálidamente o te expulsa” (en realidad usó una expresiòn más soez, que no viene
al caso). Lo he comprobado. O uno es atrapado por la atmósfera del lugar y
siente la imperiosa necesidad de regresar una y otra y otra vez, o colapsa
irremediablemente evitando volver a poner un pie en el lugar a futuro. Aún a
tales personas el lugar los ayuda a evolucionar, porque debemos comprender que
siempre se evoluciona: la Evoluciòn es movimiento, y éste es indetenible. Puede
uno moverse en la Línea de la Vida más rápido o de forma exasperadmente lenta,
al punto que en realidad es la Vida la que pasa corriendo a nuestro lado y, en
términos relativos, tenemos la sensaciòn que retrocedemos. Pero será sólo eso:
una sensación, y todo movimiento, toda evolución, en definitiva algo nos estará
diciendo, enseñando. Es sólo nuestra secular sordera ultraconsciente la que nos
impedirá comprender el mensaje.
Pero siempre evolucionamos y,
como tal, sólo lo haremos para Bien. No capitalizar ese crecimiento es nuestro
problema. Caemos en el facilismo de echarle la culpa a las circunstancias, al
gobierno de turno, a los poderes ocultos, a la mala suerte. Otra vez, para bien
o par mal, somos nosotros, sólo nosotros.
Ejemplo: conozco varias
personas que imbuídas de un fervor místico casi exaltado, vendieron todo lo que
tenían y se fueron a vivir a Capilla del Monte. Sin quizás un adecuado proyecto
de vida, confiando en el libre fluir del universo o la ayuda de sus guías
cósmicos, vegetaron un par de años, sufrieron otro par y finalmente tuvieron
que regresar a sus puntos de origen, empobrecidos o, cuando menos, fuertemente
descapitalizados. Y, más aún, profundamente doloridos. Algún chusco diría que
para ellos, después de todo, las “energías de Capilla” de poco sirvieron. Puede
ser. Pero también puede ser que la dolorosa experiencia los obligara a aprender
lo que significa, de verdad, desprenderse de los bienes materiales y elaborar
el “duelo”. Porque no tiene el mismo valor desprenderse voluntariamente de la
materia y no sufrir, que “ser desprendido” por fuerza de las circunstancias y
aprender a conllevar el dolor. Como suelo decir, cualquiera medita en la paz de
los Himalayas. Pero vayan a hacerlo en el subterráneo de Buenos Aires un lunes
en horario bancario, y luego me cuentan.
Así que para esas personas, la
traumática experiencia fue, antes que traumática, una experiencia. Una vivencia
sin duda atrozmente fuerte, modeladora de caracteres y pensamientos, tamizadora
de creencias e ideologías. Y eso, también, es Evolución.
De forma tal que estos lugares
actúan como “catalizadores” positivos. Y cuando esta catalizaciòn
es disparada por un lugar, sólo por un lugar, y está precedida, casi como SPAs
(3) por las citadas “causalidades”, es que el sitio de marras es un “portal
dimensional”. Como ejemplo, un par de botones.
Ambos ocurrieron -y esto tampoco
debe ser azaroso- con el mismo grupo de personas con las que meses atrás
visitaba la localidad serrana. En el primer caso, llevaba a mi gente a un
paraje, llamado Los Mogotes, donde se encuentra una curiosa formaciòn natural
conocida como “Paso del Indio”. Es una estrecha fisura ascendente por donde hay
que reptar y deslizare hasta acceder a una pequeña explanada con una fantástica
panorámica, y esa misma leyenda dice que era lugar del primero de los “ritos de
paso” de los antiguos comechingones: al entrar en la pubertad allí eran
llevados los niños, ya que si lograban ascender al punto más alto dejaban
atrás, en ese metafórico deslizarse por un pétreo cuello uterino, los miedos de
su infancia.
Retornando, debemos, siempre,
pasar junto a una lisa pendiente de roca. Y tengo la costumbre -humorística,
debo admitir y totalmente inventada por mí, o por lo menos creía hasta ese día-
de invitar a mis amigos y amigas a deslizarse por el mismo en, perdonen la
expresiòn, “culipatín”, es decir, dejarse deslizar pendiente abajo sobre las
posaderas. Acostumbro decir que, si no lo hacen, los espíritus de los
cmechingones, o los sempiternos duendes del lugar, vendrán para perturbarles en
la noche. Es sólo un juego, claro. Y allá ve uno atildadas señoras riéndose como
niñas a la vez que se deslizan esos metros entre aplausos y bromas.
En la ocasiòn de marras, una
asistente a uno de mis grupos, a la que llamaré sólo por su inicial, E., se
negó a hacerlo. Había llovido hasta minutos antes y, simplemente, no quería
mojarse allí donde la espalda cambia de nombre. De forma tal que dio un rodeo y
desafió a los duendes a que vinieran molestarla…. No fue una buena idea.
Por la mañana siguiente,
aún somnoliento, me encaminaba al salón comedor a desayunar cuando llama mi
atenciòn una algarabía que se estaba produciendo en una de las habitaciones del
hotel. Se abre la puerta de la misma, asoma una rubia cabeza que me llama
insistentemente, pidiéndome entrar. Y al ingresar al cuarto, entre varias
compañeras de grupo entre divertidas y extrañadas, veo a E. recostada en su
cama y con una expresiòn de muy pocos amigos en su rostro. Me espeta algo como:
“Decime Gustavo, ¿vos te pusiste de acuerdo con “éstas” -señalanado a las otras
mujeres con la cabeza- para gastarme una broma”?. Que no. Que sí. Que te dije
que no….
¿Qué había ocurrido?. Esta dama
acostumbraba leventarse casi de madrugada a tomar unos inefables mates. Como
cualquier cultor de la telúrica infusiòn sabe, éste precisa del mate
propiamente dicho (la calabaza o recipiente), la bombilla, la infusiòn y,
claro, agua caliente, que la diligente E. había dejado aprontada en un termo
junto con todo lo demás la noche anterior. Pues bien, al despertar, el mate ya
no estaba. Lo busca en el suelo, en otros muebles, prende las luces de la habtaciòn
definitivamente enojada (y el mate sin aparecer), despierta a sus compañeras
solicitando una explicaciòn y sospechando que pudiera estar en otra de las
habitaciones, va en busca de un chaleco que había dejado sobre el respaldo de
una silla pra cubrirse y salir en su busca. Oh, sorpresa: encuentra que las
mangas del chaleco estaban anudadas tres veces entre sí en un lazo perfecto. El
mate nunca apareció. Ambos hechos que le ocurrieron a ella, sólo a ella, la que
desafiara a los duendes….
Demás está decir que pasé los
días siguientes acosando al grupo a preguntas, tratando de sonsacar si alguna
de ls chicas le había gastado una broma. Impertérritas, ellas se mantuviron
firmes y, debo decir, mucho más sorprendidas que yo.
El siguiente episodio ocurre dos
días después. Cenábamos en grupo en un pequeño y acogedor restaurante, ubicados
a ambos lados de una larga mesa uno de cuyos extremos terminaba junto a una
ventana. Vidrios cerrados, celosías abiertas. Precisamente junto a la ventan se
sentaba D., a su izquierda un servidor, y el resto distribuido uniformemente a
ambos lados de la mesa. Al final de la comida la encargada del local nos ofrece
un par de opciones de postre. Aún lo recuerdo: budín de pan y “queso y dulce”,
postre muy argentino donde un trozo de queso cremoso es acompñado de otro igual
de dulce de batata o membrillo. Atenciòn: en Argentina, a este postre le
decimos, también, “vigilante”, pues solía ser hace décadas la colaciòn
predilecta de los “vigilantes” (agentes de policía) de facciòn o guardia en las
calles durante su hora libre de almuerzo. Vamos pidiendo por turno: budín de
pan, budín de pan, vigilante, budín de pan, budín de pan (no se preocupen por
la recurrencia: el budín de pan de ese lugar es excelso) y cuando llega el
turno de D. la misma, muerta de risa, da un golpe sbre la mesa y dice en voz
tonante: “Yo quiero un “vigilante”, ¡Ya!”.
Para qué lo habrá dicho. En ese
momento, cuando aún resonaba el golpe sobre la mesa otro golpe, esta vez sobre
los vidrios de la ventana, nos hizo saltar del susto a todos en nuestros
asientos. Giramos al unísono nuestras cabezas y allí, en el alféizar de
aquella, mirando a D. fijamente, estaba acurrucado un pastor alemán…. o “perro
policía”, como también lo llamamos por estas tierras. Dos segundos el animal
miró a D., luego giró sobre su cuarto trasero, saltó y se perdiò en las
sombras. Yo sólo atiné a mirar a mi amiga y decirle: “Querías un vigilante. Ahí
lo tenés”. D., por supuesto, permaneciò muda algunos minutos.
Demás está decir que en el
pensamento, cosmovisiòn y la vida misma de estas damas los cambios se
precipitaron a su regreso. Seguramente no como consecuencia directa de estos
episodios, pero sí mostrando que estas “causalidades” (el mate pudo haberme
desaparecido a mí, el nudo en la ropa a cualquier otra integrante, el perro
saltar diez miutos antes o media hora después. Pero no, todo sincrónicamente
relacionado con lo que simbólicamente se decía) repetitivas ocurren en ese
lugar y algo en cada uno, en cada una, cambia después.
Cito otra preciosa
“causalidad”. No hace mucho, ascendí con mi hijo menor, David, el cerro
conocido como Las Gemelas. En su cumbre, una “apacheta”, un coglomerado de
piedras hecha por los viandantes que sostiene en el tiempo un milenario rito
quechua aymará de agradecer a la Madre Tierra, la Pachamama, el Buen Camino, a
la vez de formularle un deseo o intenciòn. Cuando llegamos al lugar, como hago
cada vez que voy allí, hice mi pedido. David, el suyo. Con recogiento y
seriedad emocionante en un preadolescente. Y ya bajando de regreso, me relata
que su pedido fue, por fin, poder encontrar un duende.
Noche de ese mismo día.
Descansábamos en el parque del hotel donde nos alojábamos, y de pronto aparece
un pequeño perro, un cachorro juguetón. Mi hijo es inevitablemente “perrero”,
de modo que lo alzó en sus brazos y se puso a jugar con él. Cerca, otro animal,
y mayor, que conocíamos. “Negrito” de nombre. Pero de éste no teíamos idea.
Cuando pasa circunstancialmente por el lugar el dueño, David le pregunta por el
nombre de ese cachorro y José, el propietario, le responde casi con indolencia:
“Duende”. Demás está decir que al Fernández chico casi se le cae el animal de
los brazos.
A propósito, fue en el parque
de este hotel donde, poco tiempo antes, una pasjera, fotografiando de noche el
lugar tomó la siguiente fotografía de un pequeño ser -ésta es un ampliaciòn,
cuyo original nos permite suponer un tamaño de aproximadamente treinta
centímetros para la figura.
¿La imagen de un duende?
Lo importante aquí, es señalar
que estas experiencias no son aisladas -he relatado muchas otras en sucesivos
artículos y sin duda seguiré haciéndolo en el futuro- y ni siquiera se trata de
hechos protagonizados por (válgame Dios…. o Diosa) “elegidos”. Personas
ordinarias en circunstancias extraordinarias están en el lugar adecuado en el
momento exacto…. y ésa es la verdadera Magia.
Fuente...F:alfilodelarealidad
http://squitel.blogspot.com
04 de Junio del 2016